Salvamento by Joseph Conrad

Salvamento by Joseph Conrad

autor:Joseph Conrad [Conrad, Joseph]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 1920-01-01T05:00:00+00:00


QUINTA PARTE

EL PUNTO DEL HONOR, EL PUNTO DE LA PASIÓN

1

—¿Puedo pasar?

—Sí —respondió una voz desde dentro—. La puerta está abierta.

Tenía un pasador de madera. El señor Travers lo levantó sin dejar de oír la voz de su esposa al penetrar en el improvisado camarote.

—¿Acaso pensabas que me había encerrado? ¿Es que alguna vez me has visto encerrarme con pestillo?

El señor Travers cerró la puerta a sus espaldas.

—No, nunca has llegado a tanto —dijo en un tono de ninguna manera conciliador. En ese espacio que formaba el habitáculo, escueto a más no poder, dentro de la caseta de madera, con una abertura cuadrangular y sin cristal, aunque reforzada por una persiana entrecerrada, no pudo distinguir a su esposa al primer golpe de vista. Estaba sentada en un sillón, y lo que mejor pudo ver fue su larga cabellera rubia suelta sobre el respaldo. Hubo un momento de silencio. Se oían en el exterior los pasos mesurados de dos hombres que recorrían transversalmente el alcázar del Emma encallado, a las órdenes de la sombra abandonada y ruinosa de Jörgenson.

Al asumir el mando del barco varado adrede, Jörgenson hizo construir una caseta de finos tablones en el puente de popa del navío pensando en que fuera su cobijo y el de Lingard durante las fugaces visitas de éste a la Costa del Refugio. Un estrecho pasadizo la dividía en dos, y el lado correspondiente a Lingard estaba amueblado con un catre de campaña, una mesa tosca y un sillón de ratán. En una de sus visitas, Lingard llevó un arcón negro de marinero y allí lo dejó. Al margen de esos objetos, y de un pequeño espejo que valdría media corona, clavado a la pared, no había absolutamente nada más. Nadie había llegado a ver lo que hubiera en el otro camarote, el perteneciente a Jörgenson, aunque por ciertas pruebas externas era deducible la existencia de un conjunto de hojas de afeitar.

El levantamiento de esa primitiva casamata fue más cuestión de propiedad que de estricta necesidad. Era cuando menos de rigor que los hombres blancos dispusieran de un espacio propio a bordo del barco, aunque Lingard no faltó ni un ápice a la verdad cuando le dijo a la señora Travers que jamás había dormido allí, ni una sola vez. Tenía por costumbre pernoctar en cubierta. En cuanto a Jörgenson, caso de que durmiese de veras, dormía muy poco. Podría decirse que, más que capitanear el Emma, lo rondaba como un fantasma. Su blanca silueta aleteaba de noche por aquí y por allá, y así durante horas, en silencio, oteando el sombrío resplandor de la laguna. El señor Travers acostumbró gradualmente la vista a la penumbra del interior, de modo que pudo ver mejor a su esposa, y no sólo la gran masa de cabello color de miel. Vio su rostro, las cejas oscuras y aquellos ojos que parecían profundamente negros a la media luz.

—Aquí tampoco hubieras podido —le dijo—. No hay pestillo ni cerrojo.

—¿De veras que no? Pues no me había percatado. De todos modos, bien sé cómo protegerme sin pestillos ni cerrojos.



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